Al venerado hermano
Antonio Arregui Yarza
Arzobispo metropolitano de Guayaquil
Presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana
Con ocasión del Segundo Congreso Nacional de la Familia, saludo con afecto a los pastores y fieles de la Iglesia en Ecuador que, dentro del contexto de la Misión Continental auspiciada en Aparecida por el Episcopado Latinoamericano y del Caribe y en preparación al VII Encuentro Mundial de las Familias, que tendrá lugar en Milán, se proponen llevar a cabo un proceso de reflexión del Evangelio que permita a los matrimonios y hogares cristianos responder a su identidad, vocación y misión.
El tema del Congreso, «La familia ecuatoriana en misión: el trabajo y la fiesta al servicio de la persona y del bien común», reconoce que la familia, nacida del pacto de amor y de la entrega total y sincera de un hombre y una mujer en el matrimonio, no es una realidad privada, encerrada en sí misma. Ella por vocación propia presta un servicio maravilloso y decisivo al bien común de la sociedad y a la misión de la Iglesia. En efecto, la sociedad no es una mera suma de individuos, sino el resultado de relaciones entre las personas, hombre-mujer, padres-hijos, entre hermanos, que tienen su base en la vida familiar y en los vínculos de afecto que de ella se derivan. Cada familia entrega a la sociedad, a través de sus hijos, la riqueza humana que ha vivido. Con razón se puede afirmar que de la salud y calidad de la relaciones familiares depende la salud y calidad de las mismas relaciones sociales.
En este sentido, el trabajo y la fiesta atañen particularmente y están hondamente vinculados a la vida de las familias: condicionan sus elecciones, influyen en las relaciones entre los cónyuges y entre los padres e hijos, e inciden en los vínculos de la familia con la sociedad y con la Iglesia.
A través del trabajo, el hombre se experimenta a sí mismo como sujeto, partícipe del proyecto creador de Dios. De ahí que la falta de trabajo y la precariedad del mismo atenten contra la dignidad del hombre, creando no sólo situaciones de injusticia y de pobreza, que frecuentemente degeneran en desesperación, criminalidad y violencia, sino también crisis de identidad en las personas. Es urgente, pues, que surjan por doquier medidas eficaces, planteamientos serios y atinados, así como una voluntad inquebrantable y franca que lleve a encontrar caminos para que todos tengan acceso a un trabajo digno, estable y bien remunerado, mediante el cual se santifiquen y participen activamente en el desarrollo de la sociedad, conjugando una labor intensa y responsable con tiempos adecuados para una rica, fructífera y armoniosa vida familiar. Un ambiente hogareño sereno y constructivo, con sus obligaciones domésticas y con sus afectos, es la primera escuela del trabajo y el espacio más indicado para que la persona descubra sus potencialidades, acreciente sus ansias de superación y dé curso a sus más nobles aspiraciones. Además, la vida familiar enseña a vencer el egoísmo, a nutrir la solidaridad, a no desdeñar el sacrificio por la felicidad del otro, a valorar lo bueno y recto, y a aplicarse con convicción y generosidad en aras del bienestar común y el bien recíproco, siendo responsables de cara a sí mismos, a los demás y al medio ambiente.
La fiesta, por su parte, humaniza el tiempo abriéndolo al encuentro con Dios, con los demás y con la naturaleza. De ahí que las familias necesiten recuperar el genuino sentido de la fiesta, especialmente del domingo, día del Señor y del hombre. En la celebración eucarística dominical, la familia experimenta aquí y ahora la presencia real del Señor Resucitado, recibe la vida nueva, acoge el don del Espíritu, incrementa su amor a la Iglesia, escucha la divina Palabra, comparte el Pan eucarístico y se abre al amor fraterno.
Con estos sentimientos, a la vez que reitero mi cercanía y cordialidad a los queridísimos hijos e hijas de esa Nación, confío los frutos de este Congreso a la poderosa intercesión de Nuestra Señora de la Presentación del Quinche, celestial patrona del Ecuador, y, como prenda de abundantes favores divinos, imparto complacido a todos los presentes la implorada Bendición Apostólica.
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