Cuando se trata de hablar sobre el poder, casi siempre pensamos en los gobernantes, y es que de hecho el poder es una herramienta que se debe utilizar para servir. Poder y servicio van de la mano. El sacerdote como pastor de una comunidad, como cabeza de una parroquia, ha recibido una misión y un poder para cumplirla. Ese poder particular, propio del sacerdocio ministerial, lo ha recibido de Cristo a través del sacramento del orden. Don Manuel lo explica muy bien:
"Un cura, hoy como ayer, sea viejo, sea nuevo, sea sabio, sea rudo, sea elocuente, sea premioso, sea como sea, tiene el poder, porque Jesucristo se lo ha dado: de su presencia, de su palabra, de su oración, de su trabajo y de su mortificación." (Beato Manuel González)
1.- De su presencia.
Creo que todos los sacerdotes lo hemos comprobado. Desde el día de nuestra ordenación yo no nos representamos a nosotros mismo, representamos a quien nos ha enviado. La gente espera mirar en nosotros a Jesús y como sus embajadores nuestra presencia tiene poder. Nuestra presencia les ayuda a recordar a Dios, a tener presente que son hijos de la Iglesia.
2.- De su palabra.
Parte esencial de nuestro ministerio es la predicación, pero también el consejo, la orientación, la palabra del amigo que te lleva hacia Dios. Sin duda alguna, la palabra es una de las armas más eficaces del sacerdote y la que más agradece una sociedad cada vez más desorientada. Hemos sido enviados a predicar el Evangelio a todas las gentes.
3.- De su oración.
La oración del sacerdote, en especial la Santa Misa y la litúrgia de las horas, le hacen cumplir con su tarea de ser puente entre Dios y los hombres. Y es esa condición de pontífice lo que hace más poderosa su oración. Hoy como ayer los fieles esperan del sacerdote la intercesión.
4.- De su trabajo.
Toda acción que vaya encaminada a llevar a los hombres hasta el conocimiento y el amor de Dios, será su trabajo. Una labor que no termina nunca y que será como la siembra constante de uno que probablemente no verá la cosecha, pero que sabe que trabaja para el "Dueño de la viña". Ahí donde hay un sacerdote trabajador, la Iglesia crece y se fortalece. Hasta la comunidad que parecía más agonizante, retorna a la vida con el trabajo dedicado de un buen sacerdote.
5.- De su mortificación.
Como padre deberá mortificarse, no sólo por sus pecados personales, sino también por los de sus hijos. Será a través del sacramento de la confesión que tocará con mano propia las debilidades de quienes le han sido confiados, de las almas que debe curar y pulir. Cada renuncia, cada pequeño o gran sacrificio, serán poderosas mortificaciones que ofrecer a Dios por su pueblo.
Todo eso es poder del sacerdote, un poder para servir a Cristo y a la Iglesia. Un poder que no viene de sí mismo, sino de Cristo que lo envía y le da una misión específica. No dudemos de tener ese poder y no defraudemos a nuestros hermanos que esperan de nosotros.
Hasta el Cielo.
P. César Piechestein, MED.
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