Nuestra misión es :"Remediar los tres abandonos más perjudiciales de un pueblo,
el de Jesús Sacramentado,
el del cura
y el de las almas."
(Beato Manuel González)

domingo, 5 de diciembre de 2010

Testimonio desde la Misión - Carta de San Francisco Javier a San Ignacio de Loyola

¡AY DE MÍ SI NO ANUNCIARA LA BUENA NUEVA!

No cabe duda de que una característica esencial a la vocación sacerdotal es la sed de almas. San Francisco Javier nos da un gran testimonio que es también una llamada de atención. Ser cristiano, ser sacerdote, implica ser también misionero. No podemos acomodarnos y convencernos de que ya hemos hecho suficiente, cuando hay tantos que aún no conocen a Cristo, que aún no hay recibido la buena nueva de Dios que se ha hecho carne y que vive entre nosotros porque se ha hecho Pan. La descripción que hace el Santo Misionero de los pueblos que enocontró en su camino, no se diferencia mucho de la que hace el Beato Manuel de la realidad de los pueblos de España a principios del siglo pasado. Tantos son también hoy los cristianos condenados a una vida espiritual mediocre porque no cuentan con un sacerdote que los guíe y acompañe en el camino de la fe. Leamos con atención sincera las letras del patrono de universal de las misiones.

"Visitamos las aldeas de los neófitos, que pocos años antes habían recibido la iniciación cristiana. Esta tierra no es habitada por los portugueses, ya que es sumamente estéril y pobre, y los cristianos nativos, privados de sacerdotes, lo único que saben es que son cristianos. No hay nadie que celebre para ellos la misa, nadie que les enseñe el Credo, el Padrenuestro, el Avemaría o los mandamientos de la ley de Dios.

Por esto, desde que he llegado aquí, no me he dado momento de reposo: me he dedicado a recorrer las aldeas, a bautizar a los niños que no habían recibido aún este sacramento. De este modo, purifiqué a un número ingente de niños que, como suele decirse, no sabían distinguir su mano derecha de la izquierda. Los niños no me dejaban recitar el Oficio divino ni comer ni descansar, hasta que les enseñaba alguna oración; entonces comencé a darme cuenta de que de ellos es el reino de los cielos.

Por tanto, como no podía cristianamente negarme a tan piadosos deseos, comenzando por la profesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, les enseñaba el Símbolo de los apóstoles y las oraciones del Padrenuestro y el Avemaria. Advertí en ellos gran disposición, de tal manera que, si hubiera quien los instruyese en la doctrina cristiana, sin duda llegarían a ser unos excelentes cristianos.

Muchos, en estos lugares, no son cristianos, simplemente porque no hay quien los haga tales. Muchas veces me vienen ganas de recorrer las universidades de Europa, principalmente la de París, y de ponerme a gritar por doquiera, como quien ha perdido el juicio, para impulsar a los que poseen más ciencia que caridad, con estas palabras: «¡Ay, cuántas almas, por vuestra desidia, quedan excluidas del cielo y se precipitan en el infierno!»

¡Ojalá pusieran en este asunto el mismo interés que ponen en sus estudios! Con ello podrían dar cuenta a Dios de su ciencia y de los talentos que les han confiado. Muchos de ellos, movidos por estas consideraciones y por la meditación de las cosas divinas, se ejercitarían en escuchar la voz divina que habla en ellos y, dejando de lado sus ambiciones y negocios humanos, se dedicarían por entero a la voluntad y al arbitrio de Dios, diciendo de corazón: «Señor, aquí me tienes; ¿qué quieres que haga? Envíame donde tú quieras, aunque sea hasta la India.»

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