Hoy en la mañana celebré la Santa Misa en el hogar de ancianos Victoria, acá en Roma. La protagonista del pasaje evangélico era la profetisa Ana. Llama la atención el compromiso de ésta viuda que, según afirma el Evangelio, no se separaba del Templo, ayunaba y hacía oración. Parecería que su relación con Dios no podría ser más profunda, y sin embargo lo fue.
Ella como tantos en Israel, oraba y esperaba que llegara el Mesías prometido. Y dice San Lucas que al saber del Niño "alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén." (Lc 2,38) Comenzó para ella en aquel momento, a sus 84 años, una nueva dimensión espiritual. Había visto cumplida la promesa por la que oraba, era el momento de comenzar a anunciar la redención.
En la profetisa Ana se hace realidad lo que el Beato Manuel llama la "Compañía de Compasión". Antes de aquel día Ana servía al Señor de una manera, podríamos decir con una compañía de presencia. Aún no conocía al Mesías, pero lo esperaba, la promesa era el fundamento de su fe. Una vez que conoció a Jesús, cambió todo, pues su fe se vio premiada. Desde aquel momento se une a Cristo, a la redención, pues era eso precisamente lo que ella deseaba. Así es que nos propone Don Manuel que debemos unirnos a Cristo.
"En menos palabras: si Jesús está en el Sagrario para prolongar, extender y perpetuar su Encarnación y su Redención, lo menos que yo debo hacer es presentarle mi alma entera con sus potencias, y mi cuerpo entero con sus sentidos, para que se llenen y empapen de sentimientos, ideas y afectos de Jesús Redentor encarnado y sacramentado …" (Beato Manuel González)
Es así que se entregó Ana, y es así que nos debemos de entregar nosotros también. No basta con estar presentes delante del Sagrario, hemos de procurar "sentir con" Jesús, esa es la compañía de compasión. No será tarea fácil, pero es la meta, es el salto cualitativo que dio la profetisa.
"Si Jesús está en el Sagrario con el corazón palpitante de amor sin fin a su Padre y de amor hasta el fin a nosotros; si ese amor que sube a su Padre es infinitamente latréutico, porque lo alaba como El se merece, e infinitamente Eucarístico, porque le da gracias por los beneficios que nos hace hasta dejarlo satisfecho, e infinitamente expiatorio, porque lo aplaca por los pecados con que le ofendemos, hasta ponerlo en paz; y es infinitamente impetratorio, porque con clamor válido intercede y ruega por nosotros; y si ese amor desciende desde su Corazón a los hijos de los hombres, es amor de padre, hartas veces menospreciado; de Hermano casi siempre desairado; de amigo, las más de las veces abandonado; de Esposo muy poco correspondido; y de Rey, muchas veces desobedecido, vilipendiado y traicionado … " (Beato Manuel González)
En psicología se habla de empatía, es decir que me pongo en el lugar del otro, tomo su sitio y procuro sentir lo que siente. No es simple solidaridad, es una consecuencia clave del amor. Es así que sucede entre quienes se aman: el dolor que padece el ser amado lo siento mío, su alegría igual.
"Si todo esto es así, yo debo estar ante el Sagrario con todo mi corazón y con todo el amor de él, para sumergirme en aquel Corazón y palpitar con sus mismas palpitaciones y amar como El ama, alabando, agradeciendo, expiando, intercediendo al Padre Celestial y disponiéndome a darme por Él de todos los modos a mis prójimos hasta el fin, sin esperar nada …" (Beato Manuel González)
Es así como quiere Jesús que lo acompañemos. Somos sus instrumentos, el ora a través de nosotros. Frente al Sagrario nos ofrecemos a Él, nos unimos a sus sentimientos, a sus intensiones.
Ahora que estamos por iniciar un nuevo año y que seguramente pensamos en hacer algunos propósitos incluyamos este: hacer de nuestra presencia frente al Sagrario una auténtica compañía de compasión. No nos conformemos con estar ahí, procuremos sentir con Él, amar como ama Él.
Hasta el Cielo.
P. César Piechestein, MED
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