Queridos seminaristas:
En diciembre de 1944, cuando me llamaron al servicio militar, el comandante de la compañía nos preguntó a cada uno qué queríamos ser en el futuro. Respondí que quería ser sacerdote católico. E subteniente replicó: Entonces tiene usted que buscarse otra cosa. En la nueva Alemania ya no hay necesidad de curas. Yo sabía que esta "nueva Alemania" estaba llegando a su fin y, que después de las devastaciones tan enormes que aquella locura había traído al País, habría más que nunca necesidad de sacerdotes. Hoy la situación es completamente distinta. Pero también ahora hay mucha gente que, de una u otra forma, piensa que el sacerdocio católico no es una "profesión" con futuro, sino que pertenece más bien al pasado. Vosotros, queridos amigos, habéis decidido entrar en el seminario y, por tanto, os habéis puesto en camino hacia el ministerio sacerdotal en la Iglesia católica, en contra de estas objeciones y opiniones. Habéis hecho bien. Porque los hombres, también en la época del dominio tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera. Donde el hombre ya no percibe a Dios, la vida se queda vacía; todo es insuficiente. El hombre busca después refugio en el alcohol o en la violencia, que cada vez amenaza más a la juventud. Dios está vivo. Nos ha creado y, por tanto, nos conoce a todos. Es tan grande que tiene tiempo para nuestras pequeñas cosas: "Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados". Dios está vivo, y necesita hombres que vivan para Él y que lo lleven a los demás. Sí, tiene sentido ser sacerdote: el mundo, mientras exista, necesita sacerdotes y pastores, hoy, mañana y siempre.
El seminario es una comunidad en camino hacia el servicio sacerdotal. Con esto, ya he dicho algo muy importante: no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la "comunidad de discípulos", el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos. Con esta carta quisiera poner de relieve -mirando también hacia atrás, a mis días en el seminario- algunos elementos importantes para estos años en los que os encontráis en camino.
1. Quien quiera ser sacerdote debe ser sobre todo un "hombre de Dios", como lo describe san Pablo (1 Tm 6,11). Para nosotros, Dios no es una hipótesis lejana, no es un desconocido que se ha retirado después del "big bang". Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios. En sus palabras escuchamos al mismo Dios que nos habla. Por eso, lo más importante en el camino hacia el sacerdocio, y durante toda la vida sacerdotal, es la relación personal con Dios en Jesucristo. El sacerdote no es el administrador de una asociación, que intenta mantenerla e incrementar el número de sus miembros. Es el mensajero de Dios entre los hombres. Quiere llevarlos a Dios, y que así crezca la comunión entre ellos. Por esto, queridos amigos, es tan importante que aprendáis a vivir en contacto permanente con Dios. Cuando el Señor dice: "Orad en todo momento", lógicamente no nos está pidiendo que recitemos continuamente oraciones, sino que nunca perdamos el trato interior con Dios. Ejercitarse en este trato es el sentido de nuestra oración. Por esto es importante que el día se inicie y concluya con la oración. Que escuchemos a Dios en la lectura de la Escritura. Que le contemos nuestros deseos y esperanzas, nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros errores y nuestra gratitud por todo lo bueno y bello, y que de esta manera esté siempre ante nuestros ojos como punto de referencia en nuestra vida. Así nos hacemos más sensibles a nuestros errores y aprendemos a esforzarnos por mejorar; pero, además, nos hacemos más sensibles a todo lo hermoso y bueno que recibimos cada día como si fuera algo obvio, y crece nuestra gratitud. Y con la gratitud aumenta la alegría porque Dios está cerca de nosotros y podemos servirlo.
2. Para nosotros, Dios no es sólo una palabra. En los sacramentos, Él se nos da en persona, a través de realidades corporales. La Eucaristía es el centro de nuestra relación con Dios y de la configuración de nuestra vida. Celebrarla con participación interior y encontrar de esta manera a Cristo en persona, debe ser el centro de cada una de nuestras jornadas. San Cipriano ha interpretado la petición del Evangelio: "Danos hoy nuestro pan de cada día", diciendo, entre otras cosas, que "nuestro" pan, el pan que como cristianos recibimos en la Iglesia, es el mismo Señor Sacramentado. En la petición del Padrenuestro pedimos, por tanto, que Él nos dé cada día este pan "nuestro"; que éste sea siempre el alimento de nuestra vida. Que Cristo resucitado, que se nos da en la Eucaristía, modele de verdad toda nuestra vida con el esplendor de su amor divino. Para celebrar bien la Eucaristía, es necesario también que aprendamos a conocer, entender y amar la liturgia de la Iglesia en su expresión concreta. En la liturgia rezamos con los fieles de todos los tiempos: pasado, presente y futuro se suman a un único y gran coro de oración. Por mi experiencia personal puedo afirmar que es entusiasmante aprender a entender poco a poco cómo todo esto ha ido creciendo, cuánta experiencia de fe hay en la estructura de la liturgia de la Misa, cuántas generaciones con su oración la han ido formando.
3. También es importante el sacramento de la Penitencia. Me enseña a mirarme con los ojos de Dios, y me obliga a ser honesto conmigo mismo. Me lleva a la humildad. El Cura de Ars dijo en una ocasión: Pensáis que no tiene sentido recibir la absolución hoy, sabiendo que mañana cometeréis nuevamente los mismos pecados. Pero -nos dice- Dios mismo olvida en ese momento los pecados de mañana, para daros su gracia hoy. Aunque tengamos que combatir continuamente los mismos errores, es importante luchar contra el ofuscamiento del alma y la indiferencia que se resigna ante el hecho de que somos así. Es importante mantenerse en camino, sin ser escrupulosos, teniendo conciencia agradecida de que Dios siempre está dispuesto al perdón. Pero también sin la indiferencia, que nos hace abandonar la lucha por la santidad y la superación. Cuando recibo el perdón, aprendo también a perdonar a los demás. Reconociendo mi miseria, llego también a ser más tolerante y comprensivo con las debilidades del prójimo.
4. Sabed apreciar también la piedad popular, que es diferente en las diversas culturas, pero que a fin de cuentas es también muy parecida, pues el corazón del hombre después de todo es el mismo. Es cierto que la piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el "Pueblo de Dios".
(Ciudad del Vaticano, 18 de octubre del 2010)
No hay comentarios:
Publicar un comentario