Nadie discute que lo
más grande que Dios entregó a la Iglesia es su Hijo, y Jesucristo decidió
quedarse presente en ella en la Eucaristía. Pero ¿tenemos claro cuál es el
objetivo de esa presencia? ¿Es acaso un privilegio para aquellos más puros, más
fieles? ¿Es, más bien, el remedio a la debilidad de los pecadores? Comprender
esto puede permitirnos aprovechar al máximo tan gran regalo.
Hemos de empezar
afirmando que todos somos pecadores, lo que nos distingue es el arrepentimiento
y el propósito de conversión que tengamos. Quien no esté dispuesto a renunciar
a su pecado, se priva voluntariamente de recibir un alimento espiritual que
requiere limpieza de alma. Por eso es que Cristo nos dejó también el sacramento
de la Reconciliación, ya que una vez absueltos de nuestras culpas podemos
acercarnos a comulgar. En gracia de Dios, aunque siempre en calidad de
pecadores.
Cristo mismo afirmó que
no necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Los santos fueron pecadores
(como todos) que vivieron heroicamente la fe, y combatieron valientemente las
tentaciones. Amaron sin límites, muchos incluso hasta derramar su sangre,
siempre decididos a darlo todo por Cristo. Y ¿qué fue lo que les dio semejante
fortaleza?, pues precisamente la Eucaristía, que muchísimos de ellos procuraban
recibir a diario.
Por lo tanto, la
próxima vez que vaya usted a Misa recuerde que Él está ahí esperando también
por usted. Si revisando su conciencia descubre que hizo algo que ha manchado su
alma, primero acérquese a confesar y reconcíliese con Jesús. Basta con eso para
poder recibir el más grandioso de los manjares. Nunca se conforme con
simplemente asistir al Banquete, sin comer de Él. Y comiendo tendrá la fuerza para
conservarse en amistad con Dios, comulgando cada día, si de verdad quiere
llegar a la santidad (que es lo mismo que ser auténticamente feliz).
Hasta el Cielo.
P. César Piechestein, MED
@elcuradetodos