Hace unos días recordaba al perro de Pavlov. El
animalito estaba entrenado, había desarrollado el bendito “reflejo condicionado”
que lo hacía salivar cada vez que escuchaba sonar la campana que le anunciaba
la llegada de su alimento. Esa campanita hacía que todo su ser se entusiasmara
con la sola idea del banquete que le llegaría a continuación.
Cierto que no es cosa linda compararnos con un
can, aunque sea el mejor amigo del hombre, pero también nosotros podemos
desarrollar esos reflejos. Creo que a todos nos ha sucedido que, al recordar un
sabroso platillo, se nos haga agua la boca. Los aromas y los lugares nos pueden
ayudar a repetir las sensaciones pasadas y a disfrutar otra vez de la misma
experiencia.
Estoy seguro de que compartirán conmigo que, de
todos los banquetes, el mejor es el eucarístico y sin embargo muchas veces lo
recibimos sin el entusiasmo del perrito del experimento. Las razones podrían
ser variadas: costumbre, tibieza, distracción, etc. La conclusión siempre será
la misma y es que muchas veces comulgamos sin hambre.
Y la verdad es que es mucho lo que perdemos,
porque a mayor devoción al comulgar, corresponde un mayor fruto espiritual. No
es cuestión de beatería, sino de sacar el mayor provecho a tan insigne
platillo, que si bien podemos recibirlo diariamente no tendríamos porque dejar
de apreciar su valor eterno.
La clave para evitar la rutina cuando de
comulgar se trata, nos la da el mismo perrito de Pavlov. Si a él le bastaba
escuchar el sonido de la campana, nosotros tenemos mucho más que eso. Toda la
liturgia de la Santa Misa tiene como objetivo prepararnos a tan grandioso
momento, vivirla con atención nos permite llegar a la comunión con un espíritu
bien dispuesto.
La próxima vez que entre a Misa, recuerde la
sencilla lección que nos deja el mejor amigo del hombre. Que hasta en las cosas
más sencillas, quien de verdad quiere, encuentra grandes lecciones.
Hasta el Cielo.
P. César Piechestein, MED